Susana Rodríguez Díaz
Miguel A. V. Ferreira
(mayo de 2008)
“La regla sólo comienza a ser regla cuando arregla y esta función de corrección
surge de la infracción misma” (Canguilhem, 1970:188).
Un nuevo discurso
El objetivo del presente texto es desentrañar algunos de los presupuestos —más implícitos que explícitos— que arrastran consigo las definiciones vigentes en la actualidad de esa condición humana que se ha venido en llamar discapacidad. Frente a dichas definiciones, la de “diversidad funcional” (Romañach y Lobato, 2005; Palacios y Romañach, 2007; Romañach y Palacios, 2008) ha surgido dentro del propio colectivo de personas con discapacidad como el argumento conceptual con el esgrimen su derecho a decidir quienes son por sí mismos/ as. A decidir, en primer lugar, no ser lo que el calificativo que se les atribuye pretende denotar, dis-capacitados, personas sin capacidad o capacidades. La de la diversidad funcional es una propuesta de contenido ideológico: el concepto pretende ser la síntesis de un conjunto de ideas sistemáticamente organizado para la comprensión de una realidad social comúnmente denominada “discapacidad”; y lo hace con clara pretensión emancipadora. Pues tras esa transición conceptual, lo que hay en juego es la experiencia de unas personas condenadas a la marginación y a la exclusión social; lo que hay en juego es la transformación de su forma de existir en el mundo, su experiencia cotidiana como seres humanos.
Por tanto, implica un presupuesto de partida con el que sólo cabe alinearse o discrepar. No obstante, no se trata de una cuestión de fe o de creencia: existen poderosos argumentos científicos que justifican la pertinencia de esa apuesta. En el presente trabajo trataremos de aportar algunos de esos argumentos, indicando tanto sus puntos fuertes como sus debilidades.1 Para lo cual, habremos de situar el objeto de nuestra reflexión, la discapacidad, que a partir de este momento denominaremos diversidad funcional. Y habremos de hacerlo en el marco que es de nuestra competencia, el de la reflexión sociológica. Esto debe quedar claro de antemano para no conducir a equívocos y malinterpretaciones: nuestra visión es parcial y relativa; no proponemos una concepción global y universalista, sino que el objetivo es revelar ciertos aspectos de una realidad compleja desde un particular punto de vista; dicho punto de vista sería, en principio, compatible con otros distintos. El problema es que desde otras posturas interpretativas se ha tratado de monopolizar la concepción de la discapacidad y existen discrepancias de fondo que hacen difícil lograr un grado de entendimiento suficiente —monopolio que proviene fundamentalmente de los campos de la medicina y la psicología.
Nuestro propósito es, también, abrir esas vías de comunicación. Y lo es porque entendemos que ese diálogo puede substanciarse en algo que nos parece un objetivo instrumental determinante: la mejora de las condiciones de vida de las personas con diversidad funcional. Creemos que no es suficiente con asumir presupuestos morales y consensuar sensibilidades: se trata de tomar medidas prácticas, y de hacerlo desde una profunda reconfiguración de nuestros esquemas de pensamiento. Nos anima, en definitiva, una convicción política que, entendemos, no debilita la condición científica de nuestro trabajo, sino que, muy al contrario, la refuerza: nuestro conocimiento no pretende ser neutro. Nuestro objeto de reflexión son personas. Personas que en virtud de ciertas peculiaridades de su constitución biológica encuentran dificultades para sudesenvolvimiento cotidiano en comparación con las personas que no poseen esas peculiaridades. Sin embargo, por el hecho de esa singularidad han sido catalogadas de determinada manera y han sido objeto de ciertas prácticas que han transformado su singularidad en una diferencia marcada negativamente.
Nuestro trabajo versa sobre esa marca inscrita en la singularidad que configura la diversidad funcional como experiencia vital. Dicha marca implica que las personas con diversidad funcional hayan sido definidas mediante conceptos que son el polo negativo de categorizaciones dicotómicas: son personas discapacitadas (sin capacidad), anormales (sin normalidad), enfermas, (sin salud), dependientes (sin independencia); son, en definitiva, personas defectuosas. Utilizando una analogía propia de la sociología industrial, son las piezas de “rechazo” que generaría la cadena de montaje taylorista que es la reproducción biológica de la especie humana (dado que la especie se reproduce en masa, a gran escala, y mediante procedimientos altamente estandarizados, la analogía no es tan descabellada).
Esta asignación de sentido de carácter negativo ha tenido implicaciones prácticas severas: las personas con diversidad funcional han sido tratadas de determinada manera en virtud de que su condición de tales ha sido entendida de determinada forma. Las variantes históricas arrancan de la antigüedad clásica: se ha prescindido de ellas (bien por vías eugenésicas, bien a través de la marginación), se las ha tratado como sujetos “curables” (portadores de un defecto médico subsanable) o bien se las ha considerado una “clase social” oprimida (colectivo susceptible de adquirir una conciencia de clase más o menos revolucionaria). La exposición, harto esquemática, ilustra tres modelos de actuación/ comprensión respecto de las personas con diversidad funcional en diversos momentos históricos y en distintos contextos socio-culturales.2 De ellos, el imperante a fecha actual es el segundo, que podemos catalogar de médicorehabilitador; el primero parece ya superado históricamente y el tercero, el modelo social, supondría un intento crítico de superación del modelo imperante.3
Todavía instalados en una práctica generalizada que sigue las definiciones propias del modelo médico-rehabilitador, para algunas personas, la alternativa que plantea el modelo social es insuficiente. Y lo es porque los ejes de su crítica no atacan la raíz del problema, sino simplemente sus manifestaciones más visibles:
la condición oprimida de las personas con diversidad funcional reclamaría un activismo político orientado al reconocimiento de las capacidades que se les niegan desde el modelo médico-rehabilitador; capacidades de decisión y participación en la vida colectiva. Esto implicaría una lucha por el reconocimiento de los derechos legales y de ciudadanía de los que actualmente carecen y una participación activa en el discurrir general de la vida social.
Ahora bien, ello implicaría una toma de conciencia colectiva que tendría que superar las diferencias y variedades que se dan dentro del colectivo, diferencias derivadas de la singular condición de las personas que lo componen en virtud de la particular constitución biológica que las caracteriza. El “saco” es demasiado variopinto. Es difícil concebir que existan afinidades de fondo que permitan que una persona que no tiene visión comparta los mismos proyectos transformadores de vida que otra que tiene tetraplejia o bien síndrome de Downn o parálisis cerebral.4 Este óbice es el que da sentido a la propuesta de la diversidad funcional; una propuesta “radical” en el sentido de que pretende ir a la raíz de la cuestión.
Y la raíz excede el ámbito específico de la discapacidad y se inscribe en las pautas de referencia generales que caracterizan al tipo de sociedades en las que vivimos. Las sociedades occidentales avanzadas se han instalado en la “lógica de la diversidad”: nos hemos acostumbrado a vivir y convivir con lo diverso; diversidad de etnias, de culturas, de credos religiosos, de ideologías políticas, de condiciones socio-laborales coexisten en ellas; lo “diferente” es lo habitual, lo heterogéneo es lo cotidiano.
Sin embargo, y aquí radica el punto crucial de nuestra argumentación, bajo esa pauta diversificadora operan fuerzas de largo alcance que instalan fuertes tendencias homogeneizadoras. Diversidad sí, pero dentro de un límite. Aplicando otra analogía, podemos decir que sucede lo mismo que en el ámbito de mercado de consumo: cada vez el consumidor tiene una oferta de productos más amplia en sus variedades (un cepillo de dientes puede ser de cualquier color, de cualquier longitud, de cualquier marca, blando, medio o duro, eléctrico o manual, plegable o no, de diseño o de todo a cien,…), pero su capacidad de elección depende de lo efectivamente ofertado (si se me ocurre que quiero un cepillo de dientes/ peine, me puedo encontrar con que ese producto no existe, no forma parte de la oferta disponible). El grado de diversidad de las sociedades en las que vivimos está estrictamente limitado por las definiciones pertinentes (legítimas) de lo diverso, del mismo modo que el grado de variedad de las mercancías está estrictamente limitado por las decisiones productivas de las empresas.
Por tanto, la diversidad a la que crecientemente nos hemos acostumbrado está constreñida por su adecuación a ciertos parámetros que dictan si lo diverso concreto de lo que se trate es aceptable o no lo es. Esto nos permite evaluar la fortaleza y la debilidad de la propuesta inscrita en el, llamémosle ya así, “modelo de la diversidad funcional”.
Fortaleza, porque reivindica, no el reconocimiento de “capacidades” que hasta la fecha le eran negadas a las personas con diversidad funcional, sino su condición de diferentes, de diversos, en el sentido en que su existencia cotidiana es distinta a la de una persona que no tiene el condicionamiento fisiológico que ellos tienen. Se trataría de asimilar a nuestra existencia una diversidad más junto a tantas a las que ya nos hemos acostumbrado. Debilidad, porque ese funcionamiento distinto, esa diversidad funcional, no se ajusta a las determinaciones pertinentes en torno lo diverso legítimo; y no lo hace porque pone en cuestión los cánones de “normalidad” socialmente impuestos.
En el presente texto argumentaremos en relación con esta segunda cuestión, tratando de hacer explícitos los presupuestos sobre los que dicha legitimación de lo normal, por oposición a lo patológico, se ha construido, afianzado y consolidado en nuestros esquemas de referencia y, con ello, se ha traducido de manera práctica en nuestros comportamientos frente a ciertas realidades, dentro de las cuales se encontraría la de la diversidad funcional.
Para ello, partiremos de la contribución de Michel Foucault en torno al análisis de las tecnologías utilizadas por el poder (disciplinas del cuerpo o anátomo-política y regulaciones de la población o bio-política), pues consideramos que del surgimiento de una sociedad de la normalización radican nuestras nociones y prácticas en torno a los colectivos sociales considerados como “diferentes”, como es el caso de las personas etiquetadas como “discapacitados”. Tomaremos también como referencia algunas de las reflexiones de Canguilhem en torno al concepto de lo normal, y su relación con lo anómalo y lo patológico.
El concepto de discapacidad en la sociedad de la normalización Las relaciones de poder necesitan producir y transmitir efectos de verdad que, a su vez, las reproducen. La ciencia médica constituye el enlace, en el nivel del saber, entre la disciplina de los cuerpos individuales y la regulación de las poblaciones5. Así, la medicalización de los cuerpos se ha convertido en una de las herramientas utilizadas para el control de las personas. A este respecto hay que recordar, también, el carácter sagrado que tiene, en nuestra sociedad, el conocimiento científico, cuyos saberes son admitidos como algo incuestionable y de una categoría superior a los saberes más intuitivos o populares. La progresiva racionalización de la sociedad se ha servido de la imposición de prácticas científicas en muchos aspectos de la vida humana, que han servido para el desarrollo y difusión de la vigilancia racional sobre las poblaciones humanas.
Y es que las normas se proponen para unificar la diversidad, para absorber la diferencia. Simultáneamente, referirnos al orden es rechazar un orden inverso. La figura de la persona con diversidad funcional, ¿no estará representando aquello que detestamos, que tememos, que queremos corregir, que no queremos ver, en una sociedad obsesionada por un ideal de salud perfecta tan inexistente como imposible de conseguir? Según la Clasificación Internacional del Funcionamiento, la Discapacidad y la Salud (la CIF: OMS, 2001) el concepto de discapacidad remite a las “limitaciones en la actividad y las restricciones en la participación, derivadas de una deficiencia en el orden de la salud, que afectan a un individuo en su desenvolvimiento y vida diaria dentro de su entorno físico y social”.
El concepto de discapacidad se define, por tanto, como limitación y restricción para llevar a cabo una vida “normal” en virtud de una deficiencia en el orden de lo comúnmente entendido como salud. Implícitas están, como puede observarse, nuestras nociones acerca de lo que es normal y lo que no lo es, de lo que es saludable y lo que no lo es, definiciones que distan mucho de ser algo universal y dado, sino que más bien guardan relación con lo considerado como normal según cuestiones tanto del orden de lo estadístico como del orden de los juicios de valor, es decir, de lo que una sociedad estima como bueno y deseable.
El análisis desarrollado por Michel Foucault (1992) acerca de las tecnologías utilizadas por el poder, divide a éstas en disciplinas del cuerpo (anátomopolítica) y regulaciones de la población (bio-política). Según este autor, la aparición de la biopolítica es uno de los factores que hace posible el surgimiento un racismo de Estado de corte biológico que considera que en la sociedad existe un combate entre una raza propuesta como verdadera y única que detenta el poder y es titular de la norma, y los que constituyen un peligro.
El poder estatal, para gobernar una sociedad en fase de explosión demográfica e industrialización tuvo que, en primer lugar, reconocer lo particular mediante una primera adaptación de los mecanismos de poder (disciplina, vigilancia, adiestramiento), que surge entre el siglo XVII y XVIII, al principio en instituciones como la escuela, el hospital, el cuartel o la fábrica. Nuevos poderes laterales a la justicia cristalizarían en instituciones de vigilancia —como la policía— y de corrección —psicológicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas, y pedagógicas— dando paso así a la edad de la ortopedia social, con un tipo de poder —disciplinario— que se opone al de sociedades anteriores —penal— (Foucault, 2000).
Hacia finales del siglo XVIII tuvo lugar una segunda adaptación, y a las técnicas de poder centradas en el cuerpo individual que constituyen la tecnología disciplinaria se sumarían otro tipo de técnicas de una calidad distinta, esta vez dirigida hacia los fenómenos globales de población o procesos biológicos de las masas humanas, cuya implantación implicará la creación de complejos órganos de coordinación y centralización. El poder, mediante la estatalización de lo biológico, comienza a hacerse cargo del hombre en tanto que ser viviente.
Este tipo de tecnología no es disciplinaria, pero no excluye lo disciplinario, sino que lo modifica y se instala en ello. Así, la disciplina procura regir la multiplicidad de los hombres en tanto que está formada por cuerpos individuales a los que se puede vigilar, adiestrar y castigar. La nueva tecnología, que se puede nombrar con el término de bio-política, se dirige a la multiplicidad de los hombres en la medida en que constituye una masa global, recubierta por procesos específicos de la vida (nacimiento, muerte, reproducción, enfermedad). Objetos de saber y objetivos de control de la bio-política serán, por tanto, los problemas de natalidad, mortalidad y longevidad, poniéndose en marcha las primeras medidas estadísticas para observar los procedimientos adoptados por la población en relación a fenómenos como la natalidad (Foucault: 1992).
La norma es el elemento que circula de lo disciplinario a lo regulador, que se aplica tanto al cuerpo que se quiere disciplinar como a la población que se quiere regularizar. Así, es posible hablar de una sociedad de la normalización, sociedad en la que se entrecruzan la norma de la disciplina y la de la regulación. La reforma hospitalaria y la pedagógica expresan una exigencia de racionalización que aparece en política, economía, y que luego se ha llamado “normalización” (Foucault,1992:262). El término “normal” pasó a la lengua popular y se naturalizó en ella a partir de los vocabularios específicos de la institución pedagógica y de la sanitaria, cuyas reformas coinciden con la revolución francesa.
Normal es el término mediante el cual el siglo XIX va a designar el prototipo escolar y el estado de salud orgánica (Canguilhem, 1970:185).6 Resulta evidente que la CIF promulgada por la OMS en 2001, en tanto que se trata de una clasificación que se pretende universalista, que se orienta a la ordenación y gradación de las discapacidades en cuanto a su mayor o menor proximidad a un cierto estado de salud “óptimo”, siendo este óptimo aquel que no supone “restricciones” en desenvolvimiento de la vida cotidiana en un cierto entorno físico y social, y que proviene de una instancia política de carácter supranacional, supone una clara expresión de tecnología bio-política. El aparato ortodoxo de definición (saber experto) que dictamina el lugar ocupado por una persona dentro de la escala es la Medicina: lo que se clasifica, en definitiva, son los cuerpos, cuerpos que en virtud de su mayor o menor grado de salud harán que sus poseedores encuentren más o menos dificultades para el desenvolvimiento cotidiano. La discapacidad se constituye en objeto de saber y objetivo de control, según la nomenclatura foucaultiana.
Efectivamente, si bien el avance de la CIF respecto a la clasificación previamente vigente, la CIDDM de 19807, es considerable, los presupuestos de fondo permanecen incólumes. Mientras la CIDDM formulaba una catalogación estricta y rigurosamente clínica de las discapacidades, ordenadas en virtud de las afecciones fisiológicas que tenían como causa, la CIF pretende proponer un modelo interpretativo de carácter bio-psico-social, según el cual la discapacidad no tendría que ser necesariamente consecuencia de una deficiencia fisiológica, dado que su entidad como tal se constituiría en virtud de las capacidades funcionales y de desenvolvimiento en un contexto dado: habría que tomar en consideración, tanto el substrato biológico y psicológico del individuo, como las posibles restricciones impuestas por el entorno. Lo cierto, sin embargo, es que el presupuesto clasificatorio es el de “estado de salud”, habiendo estados de salud saludables (óptimos, es decir, normales) y estados de salud no saludables, siendo más bien éstos últimos los que conllevarían dificultades en el funcionamiento.
Entre otras cosas, la CIF no propone una clasificación de los entornos como espacios, físicos y sociales, de desenvolvimiento. Por debajo de la pretensión bio-psico-sociológica, la CIF mantiene la preeminencia de la ciencia médica como discurso legítimo de la definición de un objeto dado. El objeto es el cuerpo, el cuerpo humano; y el objetivo, presuntamente clasificatorio, es efectivamente regulatorio y potencialmente disciplinario.
La universalidad de la CIF lo que indica es esa extensión del poder desde el cuerpo individual al cuerpo colectivo, al conjunto total del cuerpo colectivo. La CIF no es sino esa norma aplicada al cuerpo colectivo, la que dictamina ese estado de salud orgánico que es el presupuesto definitorio de la discapacidad, pues aunque ésta se haga ahora depender de las posibilidades de funcionamiento, de desenvolvimiento, en un entorno dado, dicho funcionamiento lo es de un cuerpo clasificado por su “estado de salud”, un cuerpo medicalizado, jerarquizado en sus capacidades funcionales, y por tanto regulado por el dictamen experto que erige la norma.8
Lo normal: el concepto y su implantación en la definición de la discapacidad La normalidad puede entenderse de dos maneras. Por un lado, lo normal es aquello que es tal como debe ser; por otro lado, lo normal es aquello que se encuentra en la mayoría de los casos. Estamos, pues, ante un término equívoco, pues al mismo tiempo designa un hecho y un valor que el que habla atribuye a ese hecho, en virtud de un juicio. En medicina también se confunde, pues el estado normal designa al mismo tiempo el estado habitual de los órganos y su estado ideal (Canguilhem, 1970:91).
Lo normal es un concepto dinámico y polémico. Bachelard advirtió que todo valor tiene que ser ganado contra un antivalor (Bachelard, 1984). Una normal, una regla, es aquello que se usa para hacer justicia, enderezar. Normalizar es imponer una exigencia a una existencia. La causa de este uso del concepto de norma tiene que ver con la relación normal-anormal, que es de inversión y polaridad. La norma, al desvalorizar todo lo que la referencia a ella prohíbe considerar como normal, crea la posibilidad de inversión de los términos. Una norma se propone como modo de unificación de una diversidad, de reabsorción de una diferencia. Toda referencia a un orden posible es acompañada por la aversión del orden posible inverso, normalmente de forma implícita. Lo diferente de lo preferible no es lo indiferente, sino lo rechazante, lo detestable. Una norma, en la experiencia antropológica, no puede ser original. La infracción le da la oportunidad de ser regla al corregir. En el orden de lo normativo, el comienzo es la infracción. Nadie es bueno si es consciente de serlo, nadie es sano si se sabe tal. Lo anormal como a-normal es posterior a la definición de lo normal.
Sin embargo, la anterioridad histórica de lo anormal futuro es lo que suscita una intención normativa. Lo anormal, lógicamente secundario, es existencialmente primitivo (Canguilhem, 1970:187-191). La norma es aquello que fija lo normal a partir de una decisión normativa. Entre 1759, fecha de aparición de la palabra “normal” y 1834, fecha de aparición de la palabra “normalidad”, una clase normativa conquistó el poder de identificar la función de las normas sociales con el uso que ella misma había hecho de aquellas cuyo contenido determinaba. La intención normativa de una sociedad en una época es indivisible (por ejemplo, las normas técnicas se relacionan con las jurídicas) (Canguilhem, 1970:193).
De este modo, el punto de partida para la consecución de las pretensiones inscritas en el discurso de la diversidad funcional pasa, no por desentenderse de la nomenclatura vigente, que sanciona normativamente la ausencia, en las personas con discapacidad, de lo que estaría mayoritariamente presente en los demás, es decir, la capacidad, y reclamar una transición conceptual que reivindicaría la presencia, tanto en las persona con discapacidad como en las que no lo son, de lo que supondría una pauta universal, ni normativa ni excluyente respecto de un ideal mayoritario, la diversidad, lo diverso. Esta transición ha de realizarse sólo una vez que se hayan incorporado las negaciones expresas de los presupuestos sobre los que implícitamente el concepto discapacidad ha operado la normalización práctica de los cuerpos, y a través de ellos de las prácticas y oportunidades sociales de sus poseedores. Dis-capacidad indicaría dos realidades diferenciadas. Una, primaria, que se asocia con el sentido que el concepto conlleva en su uso común: supone la falta de ciertas capacidades que la mayoría de las personas, se supone, poseen.
Otra, secundaria, en la que el concepto, pretendidamente, se aleja de ese uso y sentido común, aludiendo a un fenómeno sobre el que ciertas instancias se ven en la necesidad de producir discursos y prácticas (instancias que, como hemos anticipado, construyen tecnologías bio-políticas). Entre ambas realidades, vinculándolas, se establece un presupuesto moral: la simple denotación primaria alude, en última instancia, no a las capacidades en sí mismas, sino a las personas de las que se presupone carecen de ellas, personas a las que nuestros principios solidarios nos impulsarían a ayudar (esto es, a suplir su carencia), de modo que su sentido secundario indicaría las prácticas institucionalizadas orientadas a tal fin. Esos discursos y prácticas institucionales, dada esa vinculación, tendrían por objeto la supresión, en el plano secundario del concepto, de lo que el plano primario indica como definición normalizada de la realidad que nombra. O dicho de otra manera, en última instancia, los discursos y prácticas institucionales sobre la discapacidad sancionan el orden normativo vigente, pues cumpliendo una función moralmente fundada, de hecho lo que producen es la supresión de toda posibilidad de instituir un orden normativo alternativo, en el que el ideal sobre el que se juzgue la normalidad se situaría, en lo que atañe a las personas con discapacidad, en un plano de referencia distinto.
La cuestión entraña una doble dificultad. En primer lugar, la de hacer explícito que el sentido asumido de “capacidad” es arbitrario: no alude a la universalidad presupuesta de las disposiciones del cuerpo humano, sino a las estructuras socio-culturales y económicas, resultantes de la evolución histórica y que modelan las funciones propias del cuerpo humano en el tipo de sociedades de las que somos miembros.9 En segundo lugar, que el sentido primario de la discapacidad es el que mayoritariamente determina las representaciones y prácticas cotidianas a las que están expuestas las personas con diversidad funcional, mientras que su sentido secundario dista mucho de tener repercusión práctica. Esta segunda cuestión, a su vez, nos indica la precariedad moral de este tipo de sociedades de las que formamos parte, derivada de la extensiva economización de nuestra existencia cotidiana; los valore imperantes, crecientemente imperantes, son los del egoísmo y el beneficio individual, la competencia indiscriminada y la búsqueda meritocrática del éxito.10 De modo que los deberes y obligaciones morales, los que normativamente, a su vez, asumimos como adecuados (principios solidarios, humanitarios) son trasladados del plano inmediato y personal al institucional; hemos de considerar, en consecuencia, que vivimos en una sociedad cuyos miembros se rigen por el principio de la delegación de responsabilidades morales.
Así, lo normal, lo normativamente impuesto, es ser propietario de determinadas capacidades demandadas por las necesidades culturalmente asociadas a nuestros patrones de vida (ser laboralmente productivos, ser relativamente competentes intelectualmente —sólo relativamente—, ser independientes en el ejercicio de las actividades de la propia higiene —cuando ha habido sociedades en las que las funciones higiénicas eran encargadas a sirvientes especializados—, ser competentes en el creciente aparato tecnológico que rodea nuestras rutinas diarias, etc.). La tarea previa, por tanto, es la de determinar los criterios normativos específicos que determinan como capacidades (lo normal) ciertas funciones corporales y como no capacidades (lo a-normal) otras; para lo cual sería pertinente un estudio histórico detallado de la evolución y variaciones de esas determinaciones.
Y en segunda instancia, habría que afrontar la tarea, práctica y teórica, de trasladar esa revisión crítica a las instancias cuyos discursos y prácticas han asumido la tarea, por delegación, de tomar medidas (puesto que las medidas miden aquello sobre lo que actúan según los patrones normativos implícitos en nuestros presupuestos acerca de dichas capacidades: aplican tecnologías biopolíticas).
Así, por ejemplo, se podría denunciar como la CIF, bajo una retórica pluridisciplinar, universalista y positiva, mantiene incuestionados los presupuestos normativos tradicionales, aquellos que anudan la capacidad a una condición fisiológica del cuerpo definida médicamente en virtud de un cierto sentido de salud, la salud como estado normal y normativamente impuesto como criterio clasificatorio, y de carácter universal. Pues resulta que la capacidad normativa de la medicina, del campo de la salud, es uno de los ámbitos que más poderosamente contribuyen, en el tipo de sociedades de los que somos miembros, a disciplinar y regular nuestras prácticas y nuestras ideas, a configurar, predeterminándolos, nuestros esquemas de percepción, pensamiento y acción.
El discurso de la diversidad funcional ha de incorporar en su construcción conceptual de la discapacidad, y entendido como la reclamación de un orden normativo alternativo al vigente, la exigencia de una categorización de las capacidades, sociales, de los seres humanos, desmedicalizada e inscrita en las demandas socialmente impuestas. Esa ruptura es la que propiciará la integración de la propia diversidad, interna, que caracteriza al colectivo de las personas con diversidad funcional, dado que la redefinición de las capacidades y discapacidades humanas según criterios normativos sociológicos, políticos y culturales haría evidentes las afinidades estructurales que todos los integrantes del colectivo poseen, afinidades que la medicalización normalizadora de sus cuerpos oculta.
Por lo tanto, esta ruptura conceptual ha de enfocarse, específicamente, una vez disociadas capacidad y salud y cuestionada su legitimidad normativa, a la apropiación del sentido de la salud más allá de los dictámenes del discurso ortodoxo de la ciencia médica: la salud debe ser asumida, ante todo, como una experiencia humana del propio cuerpo. Se trata, a su vez, de poner en cuestión el orden normativo vigente, según el cual la enfermedad y la patología se definen por oposición a una norma médica.
Salud, anomalía y patología Lo anómalo es aquello que se aleja de la mayoría de los seres con los que se compara. Generalmente es un concepto empírico, descriptivo, una desviación estadística. Sin embargo, la diversidad no es lo mismo que la enfermedad. Lo anómalo no es lo patológico, aunque lo patológico es lo anormal. (Canguilhem, 1970:98-101).
Para Canguilhem (1970:102), existe un modo de considerar a lo patológico como normal: definiendo a lo normal y a lo anormal por la frecuencia estadística relativa. Se puede decir que una salud perfecta continua es un hecho anormal. La palabra salud tiene dos sentidos. Tomada en absoluto, es un concepto normativo que define un tipo ideal de comportamiento orgánico. También es un concepto descriptivo. La salud continuamente perfecta es anormal, pues la experiencia del ser vivo incluye a la enfermedad. Anormal quiere decir inexistente, inobservable. La salud continua es una normal y esa norma no existe. En este sentido, lo abusivo no es anormal. Hay que distinguir entre enfermo, patológico y anormal.
La enfermedad es algo cronológico, viene a interrumpir un curso, no se está enfermo sólo en relación a los otros, sino a uno mismo. La anomalía es congénita, quien lleva una anomalía sólo puede compararse consigo mismo.
Puede convertirse en enfermedad, pero no lo es por sí sola. El problema de la distinción entre anomalía y estado patológico es oscuro, pero importante porque nos remite al problema general de la variabilidad de los organismos. Una anomalía, por ejemplo, una mutación, no es patológica por el hecho de ser una desviación a partir de un tipo específico. Un individuo mutante es el punto de partida de una especie nueva, por un lado, patológico porque se aparta, y normal porque se mantiene y reproduce. No existe un hecho normal o patológico en sí. La anomalía o mutación no son en sí patológicas, expresan otras posibles normas de vida. Lo patológico no es la ausencia de normal, sino una norma diferente que ha sido comparativamente rechazada por la vida (Canguilhem, 1970:103-108)
Un rasgo humano no sería normal porque fuese frecuente, sino que sería frecuente por ser normal, es decir, normativo en un género de vida dado. Por ejemplo, en el caso de la duración de la vida, ha habido grandes variaciones a través de las épocas. Por ejemplo, Halbwachs trata a la muerte como un fenómeno social, estimando que la edad en la que ésta se produce es en gran parte el resultado de las condiciones de trabajo e higiene, de la atención a la fatiga y a las enfermedades, de las condiciones sociales y de las fisiológicas. La duración promedio de la vida no es la duración de la vida biológicamente normal, sino que en cierto sentido es la duración de la vida socialmente normativa. La norma no se deduce del promedio sino que se traduce en él. Esto resulta aún más claro si en vez de considerar la duración promedio de vida de una sociedad nacional, tomada en bloque, se especificase esa sociedad en clases, oficios, etc.
La duración de la vida depende de lo que Halbwachs denomina niveles de vida. ¿Por qué considerar a la especie como un tipo del cual los individuos sólo se desvían por accidente? ¿Por qué su unidad no resultaría de una dualidad de conformación, de un conflicto entre cierto número de tendencias orgánicas generales que en conjunto se equilibran? ¿Qué más natural que el comportamiento de sus miembros exprese esta divergencia mediante desviaciones del promedio?
Si las desviaciones fuesen más numerosas en un sentido, esto indicaría que la especie tiende a evolucionar en esa dirección (Canguilhem, 1970:120- 122).
Para encontrar los caracteres fisiológicos permanentes del hombre habría que realizar una fisiología y una patología humanas comparadas de diversos grupos y subgrupos étnicos, éticos, religiosos, técnicas, que tuviesen en cuenta el intrincamiento de la vida y de los géneros y niveles sociales de vida. La construcción de constantes fisiológicas mediante promedios obtenidos experimentalmente sólo dentro del marco del laboratorio entrañaría el riesgo de presentar al hombre normal como un hombre mediocre, muy por debajo de las posibilidades fisiológicas de las que son capaces los hombres en situación directa y concreta de acción sobre sí mismos o sobre el medio ambiente. Existen variaciones de un grupo a otro de acuerdo a géneros y niveles de vida, en relación con tomas de posición éticas o religiosas ante la vida, con normas colectivas de vida.
Por ejemplo, los efectos fisiológicos de la disciplina religiosa que permite a los yoguis hindúes el dominio de las funciones de la vida vegetativa. Aquí se observa el poder de la voluntad sobre los procesos fisiológicos. La idea de salud o normalidad es relativista e individualista, consecuencia de educación sensorial, activa, emocional (Canguilhem, 1970:123-125).
Es necesario considerar los conceptos de norma y promedio como dos conceptos diferentes. La fisiología, más que definir objetivamente lo normal, debería reconocer la original normatividad de la vida, determinar el contenido de las normas sin prejuzgar su corrección. El hombre es una especie con una gran capacidad de variación. Incluso su medio ambiente es obra del ser vivo que ejerce sobre él su influencia. Nuestra imagen del mundo es siempre una tabla de valores (Canguilhem, 1970:135-136).
La frontera entre lo normal y lo patológico es imprecisa para los múltiples individuos considerados simultáneamente. Para apreciar qué es lo normal y lo patológico hay que mirar más allá de un cuerpo (Canguilhem, 1970:153-160).
El astigmatismo o la miopía pueden ser normales en una sociedad agrícola o pastoral, pero anormal en la marina o en la aviación. En los medios ambientes propios del hombre, el mismo hombre se puede encontrar, en diferentes momentos, normal o anormal, teniendo los mismo órganos. Lo patológico tiene que ser comprendido como una especie de lo normal, puesto que lo anormal no es aquello que no es normal sino aquello que es otra normalidad. Lo anormal es lo que suscita el interés teórico por lo normal. Las normas sólo son reconocidas como tales en las infracciones.
De la dis-capacidad a la diversidad funcional: una patología normativa Sobre esta doble articulación, la del concepto de normalidad (lo normal normativamente impuesto) y la de la relatividad de su aplicación en el caso específico de nuestra constitución orgánica y lo que ello implica para la definición médica de salud, se ha de constituir conceptual y teóricamente la transición desde la denominación dis-capacidad a la de diversidad funcional. Nuestra propuesta es asumir que la diversidad funcional expresa, en el orden normativo vigente actual, tanto una anomalía como una patología que contiene potencialmente la capacidad de superar ese orden normativo. Pero para ello no puede renunciar a la temática en torno a las capacidades, pues en ella están anclados los principios normativos que se han de poner en cuestión; sin ese cuestionamiento, la alternativa no superará las constricciones vigentes. Además, el discurso de la diversidad funcional, atendiendo predominantemente al plano secundario de la significación de la discapacidad, el institucional, no alcanzará a quebrar ese nexo moral fundante que lo vincula a su plano primario, aquél en el que mayoritariamente operan, de manera concreta y cotidiana, las determinaciones representativas y prácticas de la discapacidad como anomalía, patología y enfermedad atribuidas a unos cuerpos sistemáticamente regulados y disciplinados según la lógica del saber-poder experto de la medicina.
Ello es más necesario por cuanto diversidad funcional conjuga dos ámbitos de referencia: uno genérico, el de lo diverso, expresión de la condición actual de las sociedades occidentales, constituidas sobre lo heterogéneo y la pluralidad de otredades; y otro específico, el de la funcionalidad o funcionamiento como manifestación de la condición diversa propia de la discapacidad. Dado que se ha asumido como habitual la convivencia con culturas diversas, credos diversos, modas diversas, etnias diversas, lenguas diversas,... integremos en esa diversidad cotidiana la de la funcionalidad o funcionamiento de la persona en el desempeño de sus tareas habituales.
Hemos de recordar que la CIF clasifica las discapacidades como determinados estados de salud que suponen restricciones al adecuado desenvolvimiento de la persona en un contexto físico o social dado; y que ese desenvolvimiento
va a ser determinada como estrechamente vinculada, sino directamente
de la discapacidad. De tal modo que la funcionalidad sigue anclada
Lo cierto, sin embargo, es que tanto nuestras capacidades como nuestra
ligados a las condiciones particulares de existencia.
Y todavía, dando un paso más allá, puesto que esos condicionantes socioculturales
De este modo, esa funcionalidad diversa sigue anclada en la concepción
funcional, derivadas las responsabilidades morales activas a instancias que lo
el foco de atención primario, la predeterminación fundamental, será el
El frente de batalla, en consecuencia, es bastante más amplio que el que
del racionalismo cartesiano, del empirismo positivista y de la ideología capitalista
Ese presupuesto político, que la teoría feminista ha logrado desvestir de su
El debate previo implica el cuestionamiento de la hegemonía médica en la
Y, en definitiva, se trata de sentarse a pensar qué entendemos por “ser
una asunción inconsciente de un cierto estado del organismo que lo caracteriza,
Para superar la constricción derivada de la denominación dis-capacidad
campo (en general) académico tiene tanta afición.
Conclusiones
El campo de estudio de la discapacidad es un terreno prácticamente inexplorado
1 Enfatizamos la cualidad “científica” de tales argumentos desde presupuestos que se alejan
2 En Palacios y Romañach (2007) se puede consultar una exposición más detallada de
3 El modelo social proviene del campo de la sociología anglosajona; en Ferreira (2008) se
4 Hasta cierto punto, la situación es análoga a la de la “clase trabajadora” propuesta como
5 La importancia de la incorporación de las lógicas de dominación, su inscripción en los
personas, una práctica encarnada, aplica, de manera no consciente, los esquemas legítimos de
los esquemas de un campo ampliado de la salud en el que la ciencia médica ha extendido
6 Enfatizamos de nuevo que este plano institucional de la dominación, a su vez, se complementa
7 Una detallada comparación de ambas clasificaciones de la OMS se puede cosultar en
Sarabia, A. y Egea, C. (2005):
8 Pese a la formulación de la CIF, todavía a fecha actual el reconocimiento oficial de la
9 La capacidad de hacer fuego con un par de trozos de madera puede constituir una necesidad
10 Un éxito marcadamente asociado a ciertos cánones estéticos de los que la gran mayoría
Recordemos que esta normalización estética viene en gran medida impuesta por un campo de
11 Se ha de poner en cuestión la concepción de la enfermedad como algo negativo, lo cual
12 EDDES
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